Ordenaron demoler el Obelisco

Hace 70 años, el Concejo Deliberante aprobaba con apenas tres votos en contra la destrucción de lo que consideraban una "pésima expresión artística". Se salvó por un decreto presidencial





¿Cómo hubiera sido Buenos Aires sin él? ¿Adónde habría ido la gente a festejar los campeonatos mundiales, las copas ganadas por sus clubes? ¿Habrían puesto la estatua de Hipólito Yrigoyen, como querían los radicales? ¿Tal vez otro monumento? La única certeza es que sigue allí, desde hace 73 años, erguido en el cruce de la avenida Corrientes y 9 de Julio. Pero podría no haber estado. ¿Por qué? Aquí va la increíble historia.

El 13 de junio de 1939 el Concejo Deliberante de la Ciudad aprobó la demolición del Obelisco luego de que varias lajas del recubrimiento original se hubieran caído en plena vía pública (las rejas recién llegarían en la década del ’60 por las constantes pintadas).

Pese a que los informes técnicos dejaban en claro que la estructura se sostenía perfectamente y que el único problema eran las lozas exteriores, el alegato de la demolición se sustentaba en que había que acabar con el monumento "por razones de seguridad pública, económica y estéticas”.

Pero la animosidad hacia este ícono tenía otras razones: su construcción se había hecho sin la aprobación de la Cámara legislativa porteña. “Un día, la población de Buenos Aires vio la iniciación de las obras de erección del Obelisco con cierta sorpresa pues todo se hizo rápidamente y sin autorización del Concejo”, se quejó el legislador Turano, uno de los partidarios de la demolición.

Diseñado en 1936 por el arquitecto Alberto Prebisch a pedido del intendente Mariano de Vedia y Mitre, el Obelisco porteño se construyó para recordar el cuarto centenario de la fundación de Buenos Aires, acto que contó con la presencia del entonces presidente Roberto María Ortiz.



Se erigió en sólo dos meses por un consorcio de empresas constructoras entre las que figuraban las alemanas Siemmens Bauunion y Grün & Bilfinger, que aplicaron un cemento con secado rápido para apurar la finalización.

Pero la obra de Prebisch no cayó bien a los paladares porteños, acostumbrados a los exquisitos diseños de estilo francés clásico. Menos aún por el lugar en que estaba ubicado: la 9 de Julio aún no era la avenida ancha que se conoce ahora y el monumento daba la imagen de ser un gigante encerrado entre edificios.

“El Obelisco, por su enorme volumen, corta la libre perspectiva de las avenidas, es un verdadero tapón que corta la vista y la belleza. Para disimular a ese monstruo gigantesco se llegó a crear el desierto céntrico de la Capital que es la avenida de norte a sur, con lo cual se trató de no hacer visible a todo el mundo el aspecto de gigante metido en una taza que tenía originariamente”, argumó entonces Turano para pedir que lo demolieran.

El debate se dio entre dos posiciones: los partidarios de la reparación de las lajas, que se escudaban en que la Municipalidad no tenía entidad sobre un monumento nacional, y los que exigían la demolición total, que criticaban los costos que supondría instalar un nuevo recubrimiento.

Pero al pasar las horas fue subiendo la temperatura de la sesión y varios legisladores perdieron sus pruritos para revelar cuál era el verdadero problema: “Simboliza algo más de una manifestación artística; es una mala, una pésima expresión estética”, disparó el legislador Saccomano.

La destrucción del Obelisco, que apenas tenía tres años de vida, se aprobó pasada la medianoche del 13 de junio de 1939 y era tan poca la estima que había hacia él que la noticia apenas apareció en la página 7 en el diario La Nación del 14 de junio de 1939. La tapa estaba ocupada en un asunto más urgente: se gestaba el inicio de la Segunda Guerra Mundial.

El destino del Obelisco parecía definitivo y el derrumbe, un hecho consumado. Fue en ese momento que el propio Ortiz decidió intervenir personalmente para evitar su destrucción: el Poder Ejecutivo declaró que se trataba de un monumento nacional y mediante un decreto le marcó la cancha a la Intendencia.

El decreto, firmado dos semanas después, establecía que “el Intendente municipal no es sino un delegado del Poder Ejecutivo en el gobierno de la Ciudad” y que el gigante porteño “como monumento recordatorio del cuarto centenario de Buenos Aires está bajo jurisdicción y custodia de la Nación, a cuyo patrimonio pertenece”. Además, aclaraba que las reparaciones las concretaría el ministerio de Obras Públicas.

La solución al problema de la lajas fue pobre, pero efectiva: quitarlas y poner un revestimiento donde, con surcos, se simulara la forma de las lozas. Se respetaron las leyendas de los lados que informan, entre otras cosas, que en ese lugar estuvo ubicada la iglesia de San Nicolás de Bari, donde se izó la bandera oficialmente por primera vez.

Pero, tal vez como una venganza anónima contra el arquitecto que ideó a ese gigante que espantaba a los porteños, se borró otra frase que declaraba: “Prebisch fue su constructor”.

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